He viajado por muchos países.
Por supuesto a los habituales de siempre, pero también a esos que nadie incluye fácilmente en una lista de preferidos.
En mi caso, atravesar fronteras es una forma de curiosidad, un contacto no tan ligero con extraños dispuestos a mostrarte un pedazo de su vida.
Eso me llevó a Kazajistán, un país transcontinental, el noveno más grande del mundo justo por debajo de Argentina. Tiene una supercapital recién construida, Astana, y otra que ha sido reemplazada y aún se resiste a perder importancia, Almaty.
El objetivo, dicen ellos, era alejar la antigua capital de la frontera china y disputar el poder a la mayoría rusa del norte del país.
Entre ambas hay algo más de 1200 kilómetros, la estepa kazaja o Gran Dala, montones de caballos y pocos habitantes.
Cuenta la leyenda que un vasco les ofreció sus servicios para conectar las dos ciudades por medio de un tren de alta velocidad, asegurando que la moderna vía de comunicación dinamizaría su economía y crearía nuevas empresas auxiliares.
Le creyeron.
Al poco tiempo construyeron una formidable planta para producir trenes, participada posteriormente por un buen fabricante español, que adaptó su tecnología y les pidió a varios de sus proveedores nacionales, todas pymes, un poco de valentía para dar el paso y constituir una filial kazaja.
Pero producir trenes no es lo mismo que producir automóviles.
La diferencia de escala también determina la capacidad de los proveedores.
El intento tuvo sus más y sus menos.
Los kazajos no acertaban a desarrollar una industria auxiliar y las pymes españolas estaban aturdidas y desorientadas. Para ellas, abrir una filial en Asia Central era tan impensado como ver al Conde Drácula bailando en una discoteca de Ibiza.
Y el problema no era solamente reunir el capital y asegurarse un flujo de pedidos: ninguna estaba realmente preparada para delegar a distancia.
Aprender a delegar a 7000 kilómetros de casa es muy similar a cuando solo estás a 500.
El problema es la rivalidad entre autonomía y subsidiaridad.
Imagínate que te decides a poner en marcha una filial en Kazajistán o una delegación en Barcelona o Portugal. Seleccionas al responsable principal, le das el título de delegado y dos semanas de training porque estás muy ocupado y las circunstancias mandan.
Le dices que tiene que ser autónomo y buscarse la vida, llamar solamente cuando el agua le suba hasta las rodillas, vender mucho, ocuparse de su zona y dejarte en paz.
Autonomía es la capacidad de valerse por sí mismo, de darse normas sin influencias externas. Pero para realizar la tarea que tiene por delante, tu delegado necesita apoyo firme y constante, no que lo dejes a su aire, porque todavía apenas puede respirar.
El pobre termina ahogado en el intento y tú, práctico y sensible, lo tiras por la ventana del bajo y seleccionas un segundo delegado.
Aprendiste… ¿Aprendiste?
Al nuevo no lo dejas repostar gasolina sin tu permiso.
No puede comprar tornillos sin tu aprobación, no puede cambiar la máquina de café sin que tú lo sepas.
Esta nueva situación tiene que ver con el principio de subsidiaridad.
Ahora, como organización superior, tú te estás adjudicando funciones que pueden ser realizadas perfectamente por un organismo inferior, es decir, tu delegado.
Pero sin saberlo, le estás robando sus responsabilidades y acercándote al punto de partida.
Delegar no es para principiantes y aprender es un deporte de contacto, no hay que olvidarlo.
Encontrar el equilibrio entre dejar a tu delegado sin preparación a su aire, o someterlo a un marcaje implacable, te llevará su tiempo.
O unos cuantos delegados despedidos.
Si vas a poner en marcha un negocio o una pyme y quieres saber más, los dos Episodios de 1000 Días para un Negocio te ayudarán.
Están basados en hechos reales y el soporte siempre soy yo.
PD: Algún día volveré con mucho gusto a Kazajistán.
Enviado a los suscriptores de la newsletter de 1000 Días para un Negocio el 26 de marzo de 2023.
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